martes, 22 de mayo de 2012

Creo


Creo. Siempre creo. Aunque me mientan, creo. Si la verdad me duele, de todas maneras creo. Quiero creer porque sé que ese es el camino. Creo. Creo en mí, en ti, en él y en ella, y en todos juntos creo. Creer es lo único que jamás quiero dejar de hacer. Creo. Aunque a veces no deba creer, creo. Para creer se debe pensar como si cada vez fuera la primera y porque así vivo, siempre creo. Cada posibilidad remota de que sea cierto es válida para creer y por eso creo. No dejaré de creer por nada ni nadie en el mundo, porque eso jamás me lo robarán. Es por todo esto que yo creo.

sábado, 28 de abril de 2012

Obligado a navegar


Llegó el día, pasó lo que había predicho. Cruzó ese punto donde es más rápido y seguro seguir adelante que volver al puerto del zarpe. Ese punto de no retorno donde las constantes dejan de ser tales y empiezan a ser variables y además relativas. Solo resta dejarse sorprender por ellas. Lo había dicho mil veces y no quería que pasara, pero sucedió tal cual como lo predijo. En fin, a estas alturas o bajuras ya no le sirve repetirse en su cabeza lo que tantas veces le dijo, simplemente pasó. El territorio conocido quedó atrás, no lo puede divisar y hay pocas aves en el cielo que le recuerden su cercanía. La tormenta amaina pero las  nubes que quedan no le permiten mirar el puerto ya lejano. Ahora solo le resta navegar con rumbo desconocido pero a toda máquina y con el timón firme en las manos. Cundo se entra en aguas nuevas cualquier cosa puede pasar y debe aprender a moverse en ellas. Él no quería estar ahí, pero lo obligaron a zarpar con mal tiempo. Era buen marinero, logró capear el temporal. Ahora solo queda la inestabilidad post frontal. Dicen que quiso dejar la mar pero no lo dejaron. Él no quería volver a zarpar pero tuvo que hacerlo asegurando que este sería su último viaje. Pasó un mes y recaló en Puerto Nuevo. No navega más. 

jueves, 12 de abril de 2012

Juntos brillaban

Las manos estaban unidas. Los dedos de la mano derecha de él entrelazados con los de la mano izquierda de ella, húmedas estaban las palmas. Eso les gustaba y jamás se soltaban mientras estaban juntos caminando por el centro. Conversaban sin mirarse, porque no era necesario, ya que se conocían de memoria y hasta sabían ambos qué cara tendría el otro al momento de terminar cada frase pronunciada. Les bastaba con distinguir como reaccionaban las manos que los unían para saber lo que el otro sentía. Se comunicaban así, se sentían así, eran él para ella y ella para él, o por lo menos lo fueron hasta ese momento.
Eran no muchas cuadras las que debían caminar y lo hacían siempre por el mismo lado. Si hubiera vereda  sería la poniente, y él siempre caminaba del lado de la calle para que ella estuviera protegida. Se juntaban en la catedral y ahí era donde sus dedos se entrelazaban para no despegarse hasta la Alameda. Se besaban después y se miraban lo suficiente para saber cómo le había ido a cada uno en su trabajo y enfilaban hacía el sur. Era un mar de gente, es cierto,  pero ellos se distinguían entre todos porque aun cuando eran dos, parecían uno solo, unidos indivisiblemente por esos dedos apretados que nada ni nadie podrían separar. Casi estaban unidos con magia verdadera, quizás esa magia que sólo el amor logra hacer realidad. Era curioso pero ellos no usaban más espacio para caminar que los demás, jamás venía gente de frente a chocar con ellos como para hacer que se soltaran, cosa que pasaba con otras parejas. Las personas  inconscientemente entendían que ellos no se separarían, y casi por instinto se hacían a un lado como cuando uno no quiere molestar. Se sentía en la calle cuando ellos pasaban. Ella irradiaba algo y él también, pero no era lo mismo. Si hubieran sido de colores ella sería blanca y brillante, como cuando uno mira la luz de un auto con los ojos a medio cerrar, resplandecía, y él habría sido rojo, furioso, quemante, cálido, como el rojo de las brasas de un carbón, intenso. Ambos se necesitaban y se potenciaban, eran de colores sólo cuando estaban tomados de la mano, como si se prendieran, como si sus manos fueran un interruptor que permite que pase la energía de uno a otro, y que al circular entre ellos los iluminara. Se amaban, eso era claro, pero de una manera distinta y pocas veces vista. Se amaban sus corazones, sus cuerpos, sus mentes, sus espíritus, se amaban enteros, sin miramientos ni excusas, sin peros y por sobre todo sin miedo a perderse. Quizás por eso brillaban tanto juntos.
Pasada una cuadra ella prendía un cigarro, sí, pero solo lo prendía ya que no fumaba, le gustaba verse ruda, porque en el trabajo la veían como una mujer muy débil y ella quería demostrar que no lo era. Lo prendía cuando estaba con él, sola no se atrevía. El cigarro se consumía en su boca dejándole un gusto amargo, pero que a él no le molestaba, ya estaba acostumbrado. Además en conjunto con su perfume se creaba un aroma singular. La colilla terminaba en el suelo, a medio prender y todavía humeando. Jamás miraban para atrás, pero ambos se imaginaban que alguien se daría el tiempo de apagar el cigarro con una pisada, con un paso más de ese camino que todos recorrían en una u otra dirección rumbo a sus casas después de un día más de trabajo.
Cruzaron cuatro calles y recorrieron cinco cuadras. Solo conversaban de cosas triviales y no se miraban. Llegaron al metro y descendieron por la escalera mecánica. Siempre tomados de las manos y sin soltarlas. Al llegar al andén ella giró, lo miró a los ojos  y se detuvo ahí unos segundos. Le soltó la mano y lo tomó del cuello. Acercó su boca a un oído de él, y en medio del ruido y el viento que produce la llegada de un tren le susurró algo. Él la abrazó fuertemente, tanto así que a ella le dolía, pero no se molestó pues entendía dicha reacción. Se abrieron las puertas y ellos seguían ahí, sin moverse, sin que nadie los moviera ni pretendiera hacerlo.  Después de un par de minutos se separaron y volvieron a tomarse las manos. Una vez más de frente al andén esperando por el siguiente tren. Los dos estaban felices, más que antes, pues ahora no eran dos. Ahora eran tres y brillaban como nunca, aun sin tomarse las manos.

martes, 27 de marzo de 2012

Noventa y cuatro

Con la derecha la apura el ocho para cobrar la falta, el árbitro está de espaldas. La toma el cinco junto a la raya y desahoga con el diez. El cinco corre pero se detiene porque entiende que por ahí no pasará la historia. El diez recibe mirando a su propio arco y ve que el catorce tiene mejor visión y que sabe dónde está el más grande de todos, siempre lo supo, así estaba escrito. La adelanta apenas unos centímetros y decide pegarle con su pierna más hábil, quizás la única hábil, pero con eso le bastaba. El pase es casi perfecto, le faltó solo un poco de altura, pero el nueve la peina junto con todo el estadio que quería que esa pelota pasara. La duerme el once en su pecho, que estaba lleno de orgullo por vestir esa camiseta y la clava abajo, a la derecha del arquero mientras éste último se jugaba por el lado contario. El estadio deliraba. Unos gritando enardecidos por la alegría que solo los años de espera te pueden hacer sentir, y otros pocos por la tristeza de una ver cómo se les escapaba el campeonato en manos del archirrival. Nadie lo podía creer, ni los primeros ni los segundos, ni los felices ni los tristes. Pero así es la historia, se escribe sola y después los protagonistas la interpretan. Claro que siempre la visión del vencedor es la que predomina, la que se difunde y la que vale, o por lo menos oficialmente es la que cuenta. Vale la pena mencionar que en este caso la historia fue justa, ganó el mejor, el que más buscó, el que quería ganar porque así lo necesitaba y sabía que veinticinco años de espera eran más que suficiente. Ese campeonato está escrito en los anales del fútbol chileno como uno de los mejores de la historia. La punta era cosa de universitarios, nadie más tenía opción porque el fútbol que ambos desplegaban  no lo compartían con nadie, y los dos equipos sabían que la pelea sería entre ellos. En ese partido se definió el campeonato, el golpe de nocaut lo dio el romántico viajero.

lunes, 26 de marzo de 2012

Ella quería

Quiero terminar contigo…. Esas fueron las palabras que ella sabía que iban a salir de la boca de él, pero que no quería escuchar. Cuando él las dijo ella le preguntó; qué pasó que no me di cuenta? Él al responder dio las típicas explicaciones que siempre se dan en estos casos, pero que no por ser típicas dejan de ser valederas, ya que lo típico siempre es importante. Pasaron unos minutos y de repente ella salió de su asombro al oír algo que jamás pensó que él le diría, y que simplemente le hizo darse cuenta que no había amor en él, o por lo menos no del que ella buscaba. Le dijo que no la admiraba y que para él eso era muy importante en una relación. Ella le interrumpió; me quieres decir que no estarás más conmigo porque no me admiras? A lo que él respondió con un  sí, eso es. Ella se paró y se fue. Nunca más se volvieron a ver.
Se quedó tranquila porque se dio cuenta que ese no era amor de verdad, o por lo menos él no la amaba como ella deseaba ser amada, porque para ella el amor existe aun cuando no admire al hombre que está a su lado. Ella quería querer y ser querida, nada más. Sabía que algún día él iba a caer enfermo, o se quedaría sin trabajo, o simplemente fallaría en algo que se propusiera en su vida y se rendiría, y que en esos momentos poco admirables ella jamás lo dejaría de amar. Para ella no era requisito admirar o ser admirada. No quería sentir que la amaban porque la miraran hacia arriba, ya que algún día se iba a encoger. No quería sentir que la amaban porque fuera admirable, ya que sabía que en algún momento lo iba a avergonzar. Ella quería amar y ser amada, aun cuando no fuera digna de ejemplo.

jueves, 8 de marzo de 2012

Desde mi ventana


Cuando  me quedo sentado en uno de los sofás del living puedo observar muchas cosas, y oír otras que son tanto o más interesantes que las que logro ver a simple vista, porque me permiten imaginar lo que yo quiera interpretando los sonidos, ruidos y voces que entran por el ventanal.
Veo árboles, palmeras, casas, edificios y también la cordillera. De los cuatro primeros elementos también se desprenden miles de ruidos y sonidos que a veces son mágicos y a veces son trágicos. Desde los árboles y las palmeras nacen ruidos inherentes a su naturaleza, es decir, se escuchan cuando se mueven con el viento e incluso crujen si es muy fuerte, y aun cuando se quejan retorciéndose sobre si mismos, siempre vuelven a su forma original sin mayor daño que el cansancio por haber bailado al son de brisas de distinta intensidad, y por lo mismo de distinto ritmo, y el haber perdido un par de hojas que le dan oportunidad a otras tantas para usar su lugar, y salir más verdes y con más ganas que aquellas que no fueron capaces de soportar dicho ritual de cada día. Siempre he querido saber qué siente un pájaro que está en su nido cuando llega una tormenta, se marea, se asusta, se moja, o simplemente disfruta sabiendo que no hay donde esconderse cuando sopla y resopla el viento de manera inclaudicable? Me imagino que nunca lo sabré!!!
Desde las casas y edificios llegan voces, gritos, risas, llantos, canciones en vivo y de las otras, taladros, martillazos y también silencio, sobre todo de noche llega silencio. Y sí, el silencio se escucha, y mientras más silencio hay, más fuerte se escucha y a veces es tanto que el silencio grita en nuestros oídos y no tenemos como silenciarlo, pues claro, es imposible silenciar al silencio que por definición es silencioso, aun cuando a veces sea tremendamente ruidoso y hasta molesto. A mi no me gusta el silencio, y es obvio, si estamos hechos para no dejar de escuchar. No podemos cerrar los oídos como cerramos los ojos para no ver, ni como cerramos la boca para no saborear, ni como retenemos la respiración para no olfatear. Cuando no queremos escuchar algo no basta con taparnos las orejas, no alcanza con eso y es más, a veces debemos meter más ruido para así evitar oír lo que no queremos, es paradójico pero cierto, solo el ruido evita que escuchemos.
La cordillera es lo único que solo puedo ver desde mi ventana y no oír, pero debo aceptar que con eso basta pues con el simple hecho de verla uno es capaz imaginar y sentir cientos de cosas. Todos hemos estado en ella y hemos sentido el frío de sus vientos y el calor que la recorre en pleno verano. La hemos visto maquillada de blanco con esas nieves que la hacen verse más linda aún y que después de unos meses, pasado el invierno, se le empieza a derretir como a una mujer se le corre el maquillaje durante una noche. Las dos son bellas, con nieve o sin nieve, con maquillaje o sin él, son bellas por igual, aun cuando una sola estará siempre acompañándonos, la otra no lo podemos asegurar. 
De fondo se escucha un orfeón que todavía y después de años de vivir donde vivo no he logrado identificar donde está, pero me imagino que son Carabineros o militares. Prefiero pensar que soy solo yo quien los escucha y así fantaseo que mi ventanal me regala esa exclusiva.  Además lo que siento al escucharlos es lo que siente un niño al hacerlo, o por lo menos lo que yo sentía cuando era niño y los veía y escuchaba.
Pasan volando loros, zorzales, gorriones, palomas y otros pájaros que no me sé sus nombres, pero los veo tan decididos en sus vuelos, rápidos y seguros que hasta siento un grado de envidia. Saben perfectamente dónde van, no dudan en su camino y nada los detiene en llegar a su objetivo. También disfrutan flotar en el aire, pues se van moviendo y se cruzan entre ellos en pleno vuelo, casi tocándose con otros de su misma especie, pero jamás haciéndolo. Son verdaderos ingenieros aeronáuticos en plena acción y me asombra. Lo que lamento es que siempre pasan pero nunca se quedan. Quizás ponga un árbol en mi balcón para ver si alguno de ellos entre pirueta y pirueta lo ve y me visita. Me gustaría tener como amigo a un pájaro, pero debo admitir que no sabría qué conversar con él. Cuando llegue me preocuparé de eso porque primero debo lograr que alguno se interese en aterrizar en mi pequeña terraza. Lo conseguiré, de eso estoy seguro.

lunes, 5 de marzo de 2012

Amigos de memoria.

Eran un grupo de niños. Más bien eran un grupo de niños que también eran amigos. Y amigos como los niños entienden la amistad. Leales, compañeros, fieles y por sobre todo iguales, porque cuando estaban en la calle así lo sentían, aun cuando en sus respectivas casas los padres de cada uno se encargaban de marcar las diferencias que ellos jamás vieron, pero que luego de años llegaron a entender, y por desgracia, a repetir.
Este grupo de amigos lo componían el Cabeza de Rastrillo, el Guatón Mauricio, otro que quería llamarse Masai y que por respeto a ése deseo así lo llamaré en este relato, y él, que a veces soy yo y aveces no, pero que siempre lo he sido. También se unía su hermano mayor, pero en muy pocas ocasiones. Además estaba Youseff que al parecer no participaba tanto porque no lo recuerda como un elemento relevante dentro de la cofradía.
Todos eran hijos de padres de clase media. Vivían en casas pareadas que estaban muy de moda en la década de los ochenta. La excepción era la casa del Guatón, que era enorme y debió ser herencia de algún familiar, quien les dejó ese regalo que casi no tenían como mantener, y que a veces se convertía en un dolor de cabeza.
Se juntaban en una mal llamada plaza que no tenía árboles ni bancas ni mucho menos pasto, era simplemente un pedazo de tierra y polvo, que parecía estar perdida entre estas casas nuevas de barrio nuevo pero con historias viejas. Ahí no jugábamos fútbol, jugábamos a la pelota y era de plástico. Valía 10 pesos de la época, la comprábamos con una moneda de las nuevas, de esas en las que salía una mujer con alas rompiendo unas cadenas que llevaba en sus manos y que junto a una fecha llevaba escrita la palabra libertad. Vaya manera de entender la libertad por esos monstruos!!!. Ahora con el paso del tiempo, comprendí que los adultos pueden ver dos cosas totalmente distintas frente e un mismo hecho. Volviendo a la pelota plástica, recuerdo que no duraban mucho, por lo que teníamos que comprar varias a la semana y cada vez que se rompían, sorteábamos quién sería el que caminaría las tres cuadras para ir a conseguir una nueva. Nos gustaba jugar, pero no caminar hasta la calle El Greco, quizás porque estábamos cansados después de tanto correr y respirar tierra de la plaza que hacía de cancha multipropósito ya que también elevábamos volantines en ella. Además sabíamos que cuando el elegido por nosotros volviera con la pelota, ya no estaríamos todos esperando, porque algunos se habrían ido a casa llamados por sus madres. No era su caso, porque la madre de él trabajaba hasta tarde todos los días, y esas faenas nunca le impidieron quedarse hasta el final de todas las pichangas.
La cancha era multipropósito, ya lo dije, pero la pelota también lo era. Cuando se rompía, generalmente se despegaba justo en la mitad, por lo que después de su vida útil como balón profesional de fútbol especialmente hecho para ese tipo de canchas, se transformaba en un por todos apreciado casco. Sí, cada mitad se convertía en un casco que usábamos de manera orgullosa, y que nos servía de entretención hasta la llegada de la nueva joya plástica. Es increíble lo que un grupo de niños podía hacer con tan solo diez pesos de esa época. Esa capacidad con el paso del tiempo se va perdiendo, porque vamos perdiendo al niño que llevábamos dentro o quizás simplemente nos olvidamos de él.
En fin, también habían algunos que no eran parte del grupo pero que sí formaban parte del barrio. Estaba al que llamábamos Canario, y no era precisamente porque cantara lindo o fuera de color amarillo o tuviera alas, lo llamábamos así porque era flaco, tan flaco como lo pueden ser solamente las patas de aquel avecilla que había visto en la jaula de la casa de sus abuelos, es decir, de mis abuelos. También estaba el Cocoliso. No sé porque le decíamos así, pero sé que lo hacíamos burlándonos de él. No era un apodo para enorgullecerse, por lo que a él no le gustaba y lo entiendo ya que a mi tampoco me habría gustado. Ellos eran parte del barrio pero no de nosotros, y nosotros no eramos parte de ellos pero si de su barrio. Alguno de aquéllos debe tener un recuerdos parecidos a estos, pero de su propia agrupación.
Masai era algo así como el líder, y lo era simplemente por su edad. Era el mayor de todos y a veces el más inteligente, aunque ahora dudo de sus capacidades pues más bien creo que simplemente lo admirábamos porque era el más grande, y le queríamos creer todo lo que dijera. Un grupo de niños siempre necesita un líder, y no tienen problemas en poner a uno de los suyos ahí porque entienden que sin aquél, el grupo no existiría como tal. Eramos niños, pero sabíamos que el mundo tenía una lógica que debíamos respetar y sin saberlo la cumplíamos, y la seguimos cumpliendo a pesar de creer que no lo hacemos. Eso es peor aún.
Éramos amigos mientras fuimos niños, porque sólo los niños pueden ser realmente amigos. Quizás se acuerden de él como él y yo nos acordamos de ellos!!!
Ojalá que así sea, porque son todavía importantes.

viernes, 10 de febrero de 2012

Entre Chiapas y Durango.

Lo primero que hizo al bajarse del avión fue tomar una gran bocanada de aire. Sintió ahogarse y todo su cuerpo se humedeció producto de la alta temperatura que había en el lugar. Su ojos distinguían un pequeño aeropuerto enfrente, y a sus pies la escalera que lo llevaría a tocar el suelo del lugar donde vería cosas que hasta ese día ni siquiera había imaginado.
Apenas llegó a casa dejó las cosas tiradas en la que sería su pieza, la cual iba a compartir con uno de sus hermanos hombres, y salió a la calle que en esos años era de tierra y que en su recuerdo aun sigue siéndolo. En un instante y a pasos de la entrada de la casa vio una mariposa enorme y volando, de mucho colores y con alas tan grandes como las de un pequeño pájaro de su Chile reciente pero ya lejano. Las alas eran del mismo tamaño pero los colores eran totalmente distintos, las alas del pájaro eran tan grises como el país en que él había vivido hasta hace unas horas, y las de la mariposa tan variados y chillones como el propio mundo donde ahora estaba. Simplemente no podía creer lo que estaba viendo y viviendo.
De vuelta en la casa y contada la anécdota de la mariposa a los tres hermanos, que en rigor eran dos hermanos y una hermana, empezó a descubrir que las ventanas tenían una malla, que hasta ese minuto no sabía para qué eran, también había un ventilador y las camas no eran tales, más bien eran colchones tirados en el piso de baldosas heladas, que para el clima del lugar eran ideales por la alta temperatura reinante. Las sillas del comedor eran en su base, porque no tenían patas sino base, una especie de tejido de algún tipo de madera que se parecía al tocino, tanto en su forma como en sus colores, ya que eran lonjas de color café en las orillas y algo así como blanco o crema en el medio. Estaban cruzadas en forma de equis y por sobre ellas estaba el respaldo que era circular y de cuero. El olor de esas sillas le producía una tranquilidad y felicidad tremenda. Él piensa que a sus hermanos también.
No lograba entender como en un lugar tan seco había árboles con flores tan rojas y frutos así de grandes, de colores fuertes y deliciosos. Era cosa ir a la casa de un vecino para ver un árbol que estaba lleno de mangos, algunos maduros y otros no tanto, a la vuelta de la esquina una casa de reja blanca tenía unas papayas que eran parecidas a las de su país pero mucho más grandes, y también hay que decirlo, bastante más desabridas aquéllas.
Las hormigas fueron otro descubrimiento ya que no eran las típicas hormigas negras que él conocía, eran grandes, de dos colores y cuando picaban era como si te hubieras quemado con la cabeza de un fósforo que se quedo pegado en tu dedo al encenderlo. Todo era nuevo, todo era descubrimiento, todo era felicidad o por lo menos parecía serlo.
La casa era de techo plano y sólido, sin tejas y se podía caminar en él sin problemas. Como ahí no llovía los techos de las casas no necesitaban tener aguas, mucho menos canaletas, o por lo menos él no les prestó atención. Para ducharse no era necesario prender al agua caliente, porque se entibiaba de manera natural por el calor que había y hasta se empañaba el espejo por la evaporación. A veces tenían que salir a media noche a mojarse con la manguera porque no estaban acostumbrados a esas temperaturas en su Chile cada día menos recordado.
En el jardín, justo en la ventana del comedor había una buganvilia grande como él jamás había visto y florida como pocas. Era hermosa. La puerta de entrada y la reja estaban unidas por un camino de cemento rojo de unos cuatro o cinco metros, el cual estaba rodeado de algo de pasto y otras plantas y otros árboles. Era un jardín pequeño el de adelante, no así el de atrás, donde cabía una mesa grande. Algunas veces comimos y jugamos y reímos y nos mojamos ahí. Otras veces no.
Había alfombras que no eran alfombras pero que hacían las veces de éstas, algo así como lo que sucedía con las camas. Dichas alfombras estaban rodeadas de cojines, grandes y negros y rayados rojos y amarillos.
La sala y el comedor eran uno sólo y no había puerta que los separara de la cocina, o por lo menos así lo recuerda. El refrigerador junto con un ventilador hacían las veces de aire acondicionado, ya que al dejar la puerta abierta y apuntar el aire dentro, todos creíamos que salía más helado.Una locura.
Así vivíamos, entre el calor y el olor a cuero, entre la despreocupación de los sofas-cojines y del refri-ventilador, entre la felicidad y lo inminente de su término, vivíamos como todos quieren, pero también como nadie puede sostener.
La casa quedaba entre las calles Chiapas y Durango, pero no se acuerda de la calle misma, ni del número, pero si de los momento vividos en ella como si fuera ayer el día que está recordando.  
Él espera que sus hermanos recuerden esa casa así. Yo, espero lo mismo.

jueves, 26 de enero de 2012

Pérez y Huiquipán.

La semana pasada Inés Pérez se hizo conocida por una entrevista que le dio a Chilevisión. Para ser franco, a nadie nos cayó bien lo que dijo, porque se notó que lo que a ella le molestaba era que sus hijos se codearan con nanas y obreros en las calles libres (solo para propietarios y no trabajadores) de su condominio. Después en la entrevista completa nos damos cuenta que el mensaje aun cuando fue editado, en el fondo era el mismo, el mensaje era claro y discriminatorio. Ante eso, las redes sociales ardieron atacando a Inés Pérez. Hubo gente que lo hizo de manera correcta, educada y con altura de miras, sin embargo la mayoría la insultó porque no les parecía correcto tal hecho discriminatorio. Acá las formas sí importan, todos estamos de acuerdo en repudiar esos dichos, sin embargo la forma en que lo hicieron fue igual o más discriminatoria que las palabras de ella.
Pero en fin, dejando de lado las maneras, volvamos al fondo. Las personas a través de las redes sociales criticaron el actuar de Inés Pérez, rasgaron vestiduras, se enojaron, se sorprendieron (sólo los más inocentes eso sí), y dijeron que no se pueden permitir estos reglamentos (yo tampoco los permitiría), aparecieron los recursos legales, las personas que no son nanas ni obreros disfrazados como tales, y metiéndose a la piscina de uno de estos condominios como muestra de apoyo, etc, etc. En rigor aparecimos los chilenos tolerantes, inclusivos, no discriminatorios, libertarios, cosa que salvo la forma, en su fondo era muy esperanzadora.
Ahora viene la otra cara de la moneda.
Durante esta semana salió al aire el nuevo reality de Canal 13, Mundos Opuestos. La sintonía ha sido espectacular, y les puedo asegurar que ni los responsables del programa esperaban eso.
Bueno, a lo que voy es que uno de los participantes es un jugador de fútbol, se llama Francisco Huaiquipán y  es el capitán de uno de los equipos. Claramente él es una persona de origen humilde, él mismo ha dicho que en la vida todo le ha costado mucho, su carrera ha estado llena de obstáculos (en muchos casos puestos por el mismo) y errores de los cuales no me cabe duda que mucho hemos cometido. Lo interesante es cómo una vez más las redes sociales han respondido ante el actuar, y sobre todo ante la manera de hablar de Huaiquipán. Es cierto que inventa palabras, que tiene muchos modismos nacionales, que dice garabatos (como cualquier chileno) y que cuando se enoja se sale de si, pero no creo que sea para tratarlo de la manera como las personas en redes sociales lo han hecho. Los mismos que criticaban a Inés Pérez por sus dichos discriminatorios contra nanas y obreros, no han dudado en tratarlo de la peor manera posible y no solo lo han insultado por sus dichos, también lo han hecho por su profesión, por su origen Mapuche, por su desempeño en su carrera, por su manera de vivir, etc,etc.
Con esto no pretendo defender a nadie, solo quiero reflejar como las mismas personas pueden atacar a alguien porque discrimina y a su vez discriminar de igual o peor manera.
Con esto siento que los chilenos no tenemos un doble estándar, los chilenos SOMOS el doble estándar.
La Tolerancia si no va acompañada de respeto, no sirve de nada.

Seguían ignorándolo

Justo llegaba a casa cuando se dio cuenta que no lo traía consigo. Quizás para él no era más que un pequeño reloj con radio que no servía para nada, sin embargo para Jonás era mucho más que eso. El reloj significaba tener la posibilidad de ser por esa tarde el más importante de todos los amigos de la cuadra, transformarse en el centro de atención y envidia de todos. Envidia de niño eso sí, de esa que se siente mientras dura la fascinación por el juguete nuevo, pero que una vez agotada la impresión desaparece nuevamente.

Durante esa tarde, después de las seis, Jonás miró incesantemente por la ventana esperando que llegara su padrastro con aquel reloj, que era un pasaporte a algo que él jamás había sentido, pero que llevaba imaginando por horas y no sabía controlar. Cuando llegó el auto, salió corriendo a su pieza haciendo como si nada pasara, porque Jonás sabía que había algo de vergüenza en lo que sentía, vergüenza de que algo así de insignificante  fuera  tan importante para él. Escuchó cerrar la puerta de entrada y salió al pasillo, una vez recorridos los quince pasos  que separaban su pieza del living, lo saludó y le preguntó apresuradamente; Alejandro, Alejandro,  te acordaste del reloj? A lo que él respondió con un simple, No. En ese momento Jonás se llenó de desilusión y rabia, por lo que solo atinó a decir, no importa me da lo mismo. Luego salió corriendo, abrió la puerta de casa, después la reja que daba a la calle, y sin dejar de correr se unió a los amigos que estaban en la esquina. Obviamente seguían ignorándolo.