martes, 27 de marzo de 2012

Noventa y cuatro

Con la derecha la apura el ocho para cobrar la falta, el árbitro está de espaldas. La toma el cinco junto a la raya y desahoga con el diez. El cinco corre pero se detiene porque entiende que por ahí no pasará la historia. El diez recibe mirando a su propio arco y ve que el catorce tiene mejor visión y que sabe dónde está el más grande de todos, siempre lo supo, así estaba escrito. La adelanta apenas unos centímetros y decide pegarle con su pierna más hábil, quizás la única hábil, pero con eso le bastaba. El pase es casi perfecto, le faltó solo un poco de altura, pero el nueve la peina junto con todo el estadio que quería que esa pelota pasara. La duerme el once en su pecho, que estaba lleno de orgullo por vestir esa camiseta y la clava abajo, a la derecha del arquero mientras éste último se jugaba por el lado contario. El estadio deliraba. Unos gritando enardecidos por la alegría que solo los años de espera te pueden hacer sentir, y otros pocos por la tristeza de una ver cómo se les escapaba el campeonato en manos del archirrival. Nadie lo podía creer, ni los primeros ni los segundos, ni los felices ni los tristes. Pero así es la historia, se escribe sola y después los protagonistas la interpretan. Claro que siempre la visión del vencedor es la que predomina, la que se difunde y la que vale, o por lo menos oficialmente es la que cuenta. Vale la pena mencionar que en este caso la historia fue justa, ganó el mejor, el que más buscó, el que quería ganar porque así lo necesitaba y sabía que veinticinco años de espera eran más que suficiente. Ese campeonato está escrito en los anales del fútbol chileno como uno de los mejores de la historia. La punta era cosa de universitarios, nadie más tenía opción porque el fútbol que ambos desplegaban  no lo compartían con nadie, y los dos equipos sabían que la pelea sería entre ellos. En ese partido se definió el campeonato, el golpe de nocaut lo dio el romántico viajero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario