sábado, 28 de abril de 2012

Obligado a navegar


Llegó el día, pasó lo que había predicho. Cruzó ese punto donde es más rápido y seguro seguir adelante que volver al puerto del zarpe. Ese punto de no retorno donde las constantes dejan de ser tales y empiezan a ser variables y además relativas. Solo resta dejarse sorprender por ellas. Lo había dicho mil veces y no quería que pasara, pero sucedió tal cual como lo predijo. En fin, a estas alturas o bajuras ya no le sirve repetirse en su cabeza lo que tantas veces le dijo, simplemente pasó. El territorio conocido quedó atrás, no lo puede divisar y hay pocas aves en el cielo que le recuerden su cercanía. La tormenta amaina pero las  nubes que quedan no le permiten mirar el puerto ya lejano. Ahora solo le resta navegar con rumbo desconocido pero a toda máquina y con el timón firme en las manos. Cundo se entra en aguas nuevas cualquier cosa puede pasar y debe aprender a moverse en ellas. Él no quería estar ahí, pero lo obligaron a zarpar con mal tiempo. Era buen marinero, logró capear el temporal. Ahora solo queda la inestabilidad post frontal. Dicen que quiso dejar la mar pero no lo dejaron. Él no quería volver a zarpar pero tuvo que hacerlo asegurando que este sería su último viaje. Pasó un mes y recaló en Puerto Nuevo. No navega más. 

jueves, 12 de abril de 2012

Juntos brillaban

Las manos estaban unidas. Los dedos de la mano derecha de él entrelazados con los de la mano izquierda de ella, húmedas estaban las palmas. Eso les gustaba y jamás se soltaban mientras estaban juntos caminando por el centro. Conversaban sin mirarse, porque no era necesario, ya que se conocían de memoria y hasta sabían ambos qué cara tendría el otro al momento de terminar cada frase pronunciada. Les bastaba con distinguir como reaccionaban las manos que los unían para saber lo que el otro sentía. Se comunicaban así, se sentían así, eran él para ella y ella para él, o por lo menos lo fueron hasta ese momento.
Eran no muchas cuadras las que debían caminar y lo hacían siempre por el mismo lado. Si hubiera vereda  sería la poniente, y él siempre caminaba del lado de la calle para que ella estuviera protegida. Se juntaban en la catedral y ahí era donde sus dedos se entrelazaban para no despegarse hasta la Alameda. Se besaban después y se miraban lo suficiente para saber cómo le había ido a cada uno en su trabajo y enfilaban hacía el sur. Era un mar de gente, es cierto,  pero ellos se distinguían entre todos porque aun cuando eran dos, parecían uno solo, unidos indivisiblemente por esos dedos apretados que nada ni nadie podrían separar. Casi estaban unidos con magia verdadera, quizás esa magia que sólo el amor logra hacer realidad. Era curioso pero ellos no usaban más espacio para caminar que los demás, jamás venía gente de frente a chocar con ellos como para hacer que se soltaran, cosa que pasaba con otras parejas. Las personas  inconscientemente entendían que ellos no se separarían, y casi por instinto se hacían a un lado como cuando uno no quiere molestar. Se sentía en la calle cuando ellos pasaban. Ella irradiaba algo y él también, pero no era lo mismo. Si hubieran sido de colores ella sería blanca y brillante, como cuando uno mira la luz de un auto con los ojos a medio cerrar, resplandecía, y él habría sido rojo, furioso, quemante, cálido, como el rojo de las brasas de un carbón, intenso. Ambos se necesitaban y se potenciaban, eran de colores sólo cuando estaban tomados de la mano, como si se prendieran, como si sus manos fueran un interruptor que permite que pase la energía de uno a otro, y que al circular entre ellos los iluminara. Se amaban, eso era claro, pero de una manera distinta y pocas veces vista. Se amaban sus corazones, sus cuerpos, sus mentes, sus espíritus, se amaban enteros, sin miramientos ni excusas, sin peros y por sobre todo sin miedo a perderse. Quizás por eso brillaban tanto juntos.
Pasada una cuadra ella prendía un cigarro, sí, pero solo lo prendía ya que no fumaba, le gustaba verse ruda, porque en el trabajo la veían como una mujer muy débil y ella quería demostrar que no lo era. Lo prendía cuando estaba con él, sola no se atrevía. El cigarro se consumía en su boca dejándole un gusto amargo, pero que a él no le molestaba, ya estaba acostumbrado. Además en conjunto con su perfume se creaba un aroma singular. La colilla terminaba en el suelo, a medio prender y todavía humeando. Jamás miraban para atrás, pero ambos se imaginaban que alguien se daría el tiempo de apagar el cigarro con una pisada, con un paso más de ese camino que todos recorrían en una u otra dirección rumbo a sus casas después de un día más de trabajo.
Cruzaron cuatro calles y recorrieron cinco cuadras. Solo conversaban de cosas triviales y no se miraban. Llegaron al metro y descendieron por la escalera mecánica. Siempre tomados de las manos y sin soltarlas. Al llegar al andén ella giró, lo miró a los ojos  y se detuvo ahí unos segundos. Le soltó la mano y lo tomó del cuello. Acercó su boca a un oído de él, y en medio del ruido y el viento que produce la llegada de un tren le susurró algo. Él la abrazó fuertemente, tanto así que a ella le dolía, pero no se molestó pues entendía dicha reacción. Se abrieron las puertas y ellos seguían ahí, sin moverse, sin que nadie los moviera ni pretendiera hacerlo.  Después de un par de minutos se separaron y volvieron a tomarse las manos. Una vez más de frente al andén esperando por el siguiente tren. Los dos estaban felices, más que antes, pues ahora no eran dos. Ahora eran tres y brillaban como nunca, aun sin tomarse las manos.